Exposición de pinturas de Jesús Martín Ortés
Presentado por José Ruiz, Coordinador de Espacio Atenea
Dijo Baudelaire que «la inspiración es trabajar todos los días». El artista, si de verdad lo es, debe ser un incansable trabajador. La búsqueda de la belleza y su plasmación, enfrentarse a la resistencia del tiempo, la metería y los materiales, es la labor cotidiana, agotadora y nada grata. Nos sentiríamos impresionados si supiésemos las infinitas horas que hay detrás de cada obra de arte, por humilde que esta sea ¿Para que todo este esfuerzo? Pues tal vez porque el artista concibe el mundo de una manera diferente al común de los mortales. Esa visión distinta, sublimada de lo ya existente, o de algo que aun no se ha hecho presente, es el ideal que busca todo artista realizar.
«El arte es el mediador de lo inexpresable», dijo el gran Goethe. El artista es un mediador que cabalga entre dos mundos. Uno sensorial, condicionado por un espacio y un tiempo concretos, ubicado en una época, con sus servidumbres y ventajas. El artista es, como negarlo, hijo de su tiempo. Pero hay otro mundo, invisible, que muchos niegan, pero que otros muchos lo han teorizado, donde habitan esencias, imágenes, melodías, valores… que captamos desde nuestra íntima subjetividad. Es aquí donde hay que hacer el esfuerzo por sintonizar con él, por despejar nuestro impedimentos personales para poder aprehenderlo con claridad. Este mundo puede tener otra velocidad, otra temporalidad. ¿Acaso es atemporal? No lo sé, pero a veces también marca poderosamente. Es el denominado espíritu de una época, el venido que vemos brillar cuando juntamos a todos los creadores de una o varias generaciones. Lo vemos en la extraordinaria coherencia de cuando pintaron, escribieron o compusieron. Luego al resultado lo hemos dado en llamar «Siglo de Oro», «Renacimiento»…
Por eso, cuando el artista crea y ejecuta, lo hace a través de ese diálogo con lo invisible, con el espíritu de la época que le tocó vivir. Son voces ancestrales las que hablan a través de su paleta o de su pluma. Y su responsabilidad radica en que ha de ser receptivo, que el filtro de su subjetividad no deforme demasiado la captación del hecho estético, pero que a la vez ha de embellecer esas forma sutiles que se le presentan a su imaginación de artista o del ser humano en general, porque todos somos depositarios de ese excelso don en la medida en que nos atrevamos a ser creativos.
Creo que por eso nos acercamos con reverencia a una obra de arte que el tiempo ha consagrado. Cuando la obra es más cercana o conocemos quien la realiza, uno siente respeto, la curiosidad y el desasosiego de tener cerca a un creador, un artista.
Conozco a Jesús Ortés desde hace años. Y he visto como su pintura ha ido cambiando, porque el mismo ha evolucionado en esa búsqueda de la belleza. Y lo que si puedo asegurar es la total sinceridad en el trazo de cada uno de sus cuadros. A veces la inspiración estaba tras la mirada de una mujer, otra en los turbulentos movimientos de su alma. Seguro que muchos recuerdos de su feliz infancia, allá por las tierras de Llerena, de la que nunca te cansas de oírle hablar. Y en el atanor de su alma es donde mezcla recuerdos, sabores, heridas y sueños, para desde allí proyectar cada uno de sus cuadros limpios de intención, coloridos y geométricos, como su querido Kandinsky.
Publicado en Diario Córdoba